Mucho antes de llegar a este mundo, cuando sólo eras una idea, o una posibilidad, ya comenzaste a contaminarte.
Todo lo que tiene que ver con esta experiencia en la que estamos, tiene que ver con la contaminación (o si prefieres, llámale simbiosis). Por eso, no es extraño que la pureza sea una de las ideas fundamentales y uno de los anhelos más profundos en esta realidad. La contaminación (aparte de la más famosa) ocurre en todo los ámbitos, y es justamente, nuestra pureza, que no es de este mundo (porque el espíritu no es de este mundo, aunque se manifieste en él) la que nos permite incorporarla.
Esta es la paradoja de la pureza en esta realidad, porque siendo algo intrínseco a nuestro ser, siempre existe el anhelo de encontrarla en este mundo, lo que resulta imposible, salvo como representación a la que tender.
Y es en esta tendencia hacía la pureza como puede ocurrir lo más sublime y lo más terrible.
En el anhelo de alcanzar la pureza, se puede tratar de evitar el mundo y su simbiosis. Luchar, en una guerra tan inútil como interminable, contra sus leyes naturales, que son absolutamente inevitables.
De esta terrible tendencia surge la más oscura contaminación, la más tóxica, enfermiza, y sectaria, en todos los sentidos, al negar la posibilidad más sublime de esta realidad, que es, justamente, que nuestra experiencia de unión con esta realidad, la expanda y la venere, y haga de esta realidad, sucia, viva, intempestiva, extrema, algo sublime, algo que la complete.
Este proceso es posible gracias a nuestra naturaleza implícitamente pura en relación a esta experiencia que es lo contrario.
Toda tentación de pureza en este mundo, o toda promesa de pureza, que implique evitar la contaminación de lo real, es paradójicamente, alejarse de manifestar la pureza de lo que de lo que realmente somos, fuimos y seremos.
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