No sé a ti, pero a mà me gusta pensar, despistada y ampliamente, en mis cosas, y eso genera cierta fricción con las cosas cotidianas que requieren atención. Seguramente no estés de acuerdo conmigo en esto, porque hay mucha literatura que contradice que lo adecuado sea perderte en tus elucubraciones e imaginaciones, sin embargo yo las prefiero a la concentración en en acto cotidiano, o sea, que mientras friego los platos prefiero perderme en mis mundos que estar con la conciencia plena en cada movimiento de la esponja sobre el plato. Por eso, si por ejemplo, tengo que acordarme de llevar una mochila por la mañana, la preparo por la noche y la dejo molestamente delante de la puerta, para que no me queda más opción que toparme con ella y asà poder seguir en mi divagar mental. De lo contrario, tendrÃa que estar pensando en la mochila o en lo que sea.
En esto no me parezco a los mÃsticos, pero sà me parezco al cuerpo, que en su inteligencia salvaje, hace lo mismo con las emociones que considera que son importantes mantener —según las creencias que imperan en él—, para no olvidar lo que necesita que creamos que somos.
Asà es que, como no quiere que nos olvidemos de ellas, las pone en un lugar donde a cada rato estén en medio, no vaya a ser que se nos pierdan en algún lugar y con ellas la obligación de ser. El cuerpo las pone, como yo hago con la mochila, fijándolas en alguna de las puertas de la vida, como la respiración, que es una de las importantes, para que en cada inhalación y en cada exhalación haya que atravesar todas las emociones, que se quedaron a medio atender, que el cuerpo cree que hay que conservar para recordar quién tienes que ser.
El cuerpo, como yo, también es despistado y si no pone las cosas en medio, se le olvidan.
Esto es mucho más ventajoso que si el cuerpo fuera como uno de estos monjes súper conscientes del fragao, y de cada paso de la esponja por encima del plato, porque si fuera asÃ, no habrÃa manera de hacer algo con todo esto que está en medio.
Asà lo veo yo, no sé tú qué piensas.