Uno, pequeño e inconsciente, se cree que puede decidir. Como si fuese posible conocer, y valorar, todas las opciones, todas las variables. Uno cree que decide, como si la vida fueran unos cuantos sabores en un escaparate y una tarrina con la cucharita.
Decidir decide el pasado feroz, ese fantasma amorfo y mentiroso, cuya maestría es mostrarse como una verdad cándida e inocente, como una noble estatua de mármol. Decide por lo bajini, con malas artes, cotilleando y malmetiendo, y el futuro, como es un bebé nonato, inocente, e incapaz de defenderse, acepta y toma la imagen que se le proyecta, puede ser cualquier cosa que el pasado feroz quiera: pobreza, malestar, hilaridad, frío, alborozo, lo que sea, y uno, insensato va y dice: «He decidido…»
El pasado no es uno, son muchos, esto también le pasa al futuro. El presente, sin embargo, es sólo uno.
Tanto el pasado como el futuro son lo que son en función de cómo sea el presente, el presente es lo que lo sostiene todo, parece una tontería, pero ahí se encuentran los sabores de las decisiones.
La única decisión posible es estar en lo que es, esto no da más capacidad de decisión, más bien, permite ver.
La vida no te da mil opciones, te da una, una que se presenta con distintas formas, a veces es una puerta, a veces un pasadizo, una alcantarilla, o un muro, y ver (porque se está) permite ver la puerta, o el pasadizo, o la alcantarilla, o el muro, y entrar o no, sin divagaciones. Divagar, es lo que quiere el pasado feroz. Al pasado feroz le gusta que creas que decides, al pasado feroz le gusta que te arrepientas, «ay, la otra opción» «ay, dónde estaría yo ahora», «Da igual (dice el pasado feroz) porque no estás ni aquí ni allí, no ves, estás donde yo quiero, divagando».
(Un día habría que hablar del pasado feroz ¿no crees? Hablar de cómo tratar a este pobre, necesitado y miedoso pasado feroz, pero eso otro día, que ahora nos está escuchando).
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