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El juego de fracasar

Actualizado: 6 sept 2022



A partir de un momento de mi vida, se adueñó de mí una sensación, extraña. La sensación me invoca a reparar algo que está mal, se convierte en una alerta constante. Hasta este momento las cosas simplemente son, ocurren; pasa algo alegre, algo me enfada, me río, duermo, me vuelvo a despertar, y empiezo de nuevo, todo de nuevo. De los días anteriores recuerdo cosas, por supuesto, pero no lo reviso, no hay nada que cambiar, ni arreglar, los recuerdos son parte del presente, no pesan. Esto, la sensación, empieza a ocurrir en un momento, y es, sobre todo, algo que pasa en relación con el colegio, aunque todo va perfectamente para mí, algo empieza a preocupar a mi alrededor. Yo no entiendo nada, porque no noto la diferencia con lo que ha venido ocurriendo hasta entonces.

Para mí el colegio es un lugar en el que estoy. Estoy yo y están mis compañeros, con los que hago y deshago. También están los profesores, que son como las señales de tráfico en la calle: dicen cosas, están ahí, pero no son la calle, propiamente.

El colegio, para mí, es, simplemente, pasar inadvertido a los profesores y tratar de divertirme lo máximo. Por eso no entiendo nada de lo que está pasando. No sé dónde está el conflicto. Sin embargo, un día mis padres se reúnen con los profesores para hablar de mí, algo que apenas nunca antes había ocurrido, porque yo soy un experto en pasar inadvertido, soy un superviviente en ese entorno.

Una de las cosas importantes para sobrevivir en este entorno, es que entre los profesores y mis padres no haya demasiada comunicación.

Intuitivamente sé que cuanta más comunicación haya entre ellos, menos libertad tendré. No sé en qué he fallado para que se fijen en mí de esa manera ahora, pero no tardo en enterarme: estoy suspendiendo más allá de algún límite que desconozco; sin embargo, ya te digo que yo no he cambiado mis hábitos. No estudio menos, menos no se puede, pero nunca se había notado. Nadie notaba tampoco que no hago los deberes, y tampoco los hago menos ahora. Nunca los hago, o hago algo, lo justo para que no se note que no los hago.

Luego está mi truco, el de crear la invisibilidad necesaria para que nadie se dé cuenta de que estoy allí, y eso lo mezclo con una exquisita simpatía y amabilidad. Con eso el problema de los profesores está solucionado, hasta ese momento.

Cuando llega el momento en el que se fijan en mí, la cosa ya no puede ser peor, cuanto más se fijan más suspendo, y mi sensación va aumentando, tanto que empieza a invadir el otro ámbito, el de los compañeros. Es como si escuchara un murmullo que no me deja jugar. Pero más terrible para mí, que soy un niño de estar en casa, de pequeños lugares secretos, de escondrijos, de tesoros, es que se me empieza a controlar el tiempo y el espacio. Demasiado tiempo escondido, enseguida llama la atención. Hay que estudiar, o en mi caso representar esa manera de estudiar, porque yo no estudio, ni he estudiado nunca de esa manera. Lo hago de otra manera, yo estoy estudiando siempre, a mi manera.

Muchas de las cosas que hoy sé, las aprendí en mis juegos, solo o con otras personas. Después de todo esto, es cuando esta sensación se apodera de mí, y empiezo a tratar de reparar el roto en mi mundo. Todo esto va de mal en peor, la presión y el murmullo crecen. Después de unos años me doy cuenta de que a esta sensación es a lo que llaman fracaso.

El fracaso no es algo que ocurre solamente en el presente, ocurre en relación con algo del pasado. Se entra en una ficción por la que parece que revisando algo, reordenándolo en la imaginación algo, esto va a producir efectos reales. Cuando lo que ocurre es lo contrario, se fija la sensación y con ello, algo que sólo es eso, una sensación, se empieza a manifestar en el presente como fracaso. El fracaso es sólo una manera de ver algo con una perspectiva limitada. Cuando se asume como algo absoluto no sólo afecta a lo que ocurrió, sino que determina lo que ocurrirá.

Aquella sensación que me había invadido, y de la que no me podía librar, la sentía en todo. Tanto es así que perdí la esperanza, no tenía ninguna en relación con nada, simplemente seguía en aquella cuesta abajo permanente. Si bajas corriendo por una pendiente, hay un momento en el que pierdes el equilibrio y te caes; esa caída es lo que frena la bajada sin control.

Cuando después de bajar y bajar, tratando de mantener el equilibrio, por fin me caigo, ¡por fin!, es en ese momento en el que me doy cuenta de que soy un experto. Un experto en el fracaso, y que tanto es así que he fracasado al fracaso mismo, y que mi falta de esperanza, muy al contrario de lo que se dice, no era lo último que podía perder, porque, aunque no tuviera esperanza, tenía otra cosa infinitamente más importante, mi acción.

Esto, la acción, sí que es lo último que se pierde, no la esperanza. La acción: hacer y no hacer.

Es cierto que fracasé en todo, y fue gracias a eso que apareció algo en lo que es imposible fracasar. Se puede fracasar al querer ir a algún sitio, pero no se puede fracasar al ir, sin más. Si no hay a dónde llegar, ni a dónde no llegar, no hay manera de fracasar, y para esto no necesito esperanza, sólo acción.

No puedo fracasar en ser lo que soy. Esto me trajo de golpe, porque fue de golpe, al estado anterior a la sensación, al estado de juego, en el que tampoco hace falta esperanza, ni existe el fracaso. La diferencia ahora es que conozco la sensación, conozco el olor del fracaso, lo conozco y lo reconozco, y generalmente este olor aparece cuando aparece la esperanza, que no deja de ser una forma de delegar. Si dejo la esperanza para el final, como última oportunidad, estoy delegando en algo abstracto la posibilidad de que algo ocurra.

Entiendo el mecanismo de esto, ceder a la vida, a Dios, para que interceda.

Sin embargo, yo creo que yo soy todo eso, no tengo que esperar que eso, la vida, Dios, vengan de fuera si les apetece o si les viene bien, es mi acción la que los pone en funcionamiento, la esperanza no me hace falta como recurso.

Todo este proceso laberíntico también me ha dado un nuevo entendimiento sobre la fe que, al contrario de la esperanza, no es una forma de delegar mi responsabilidad. La fe, para mí, es la manera en la que se manifiesta la acción en el mundo, antes de ser puesta en funcionamiento. Es la certeza de que yo soy el mundo, y la vida. Es una fe que es certeza. Así que todo me remite a lo mismo, al juego como la más grande expresión de lo espiritual.

Y como juego, un juego más, es como se ha manifestado el fracaso en mi vida.

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